sábado, 31 de diciembre de 2016

La Docta Ignorancia-Óscar de la Borbolla

Decía San Agustín que él sabía que era el Ser si no se lo preguntaban y que, en cambio, cuando se lo preguntaba él mismo u otra persona la cabeza se le volvía un escenario de incertidumbres y de dudas. La verdad es que a todos nos ocurre lo que al filósofo y no sólo con respecto del Ser, sino con asuntos de menor monta, pues, en general, la comprensión que tenemos del mundo es tan vaga que nadie puede presumir no digamos que sepa todo a ciencia cierta, sino siquiera que sepa algo a profundidad. Cualquiera puede distinguir a una persona viva de una persona muerta; pero ¿quién, en sentido estricto, sabe qué es la vida y qué es la muerte?
Nuestra ignorancia, sin embargo, no es sólo ante problemas extremos como la vida y la muerte, sino respecto de la mayor parte de lo que manipulamos a diario: yo sé encender mi computadora y usarla hasta en un 2 por ciento de su capacidad, pero no tengo más que una vaguísima idea de su funcionamiento interno; tampoco sé, bien a bien, cómo funciona mi automóvil, ni mi teléfono celular y eso que me paso el día utilizándolos. Veo por la ventana; pero no sé por qué es transparente el vidrio; acaricio a mi perro, pero no sé porqué mueve la cola y, ni siquiera, si esa reacción debo con propiedad llamarla una muestra de felicidad.
Tampoco sé qué pasa en la política: tengo mis sospechas, pero de ahí a tener la garantía de que se trata de una pandilla de canallas hay una distancia. Y lo mismo me pasa cuando en mis clases en la Universidad estoy ya cierto de que mis alumnos han entendido y dejo de insistir con mi afán didáctico: el día del examen se me impone la evidencia de que cada quien entendió lo que se le dio la gana y, entonces sospecho hasta de mí: ¿será cierto que pude comunicarme con ellos?, ¿será que fueron mis alumnos los que entendieron lo que quisieron o que yo fui incapaz de transmitírselos?
El no saber a fondo nada es, por paradójico que pueda parecer, la única verdad con la que cuento, pues incluso en asuntos tan ajenos al saber en sentido estricto como los asuntos sentimentales: ¿cómo saber, en verdad, si mi mascota me quiere?, ¿poseo, acaso, un cuestionario exhaustivo de preguntas que aplico a la conducta de mi perro para verificar sin lugar a dudas su cariño?
Y sin embargo he podido vivir; quiero decir: me ha bastado con lo poco que creo entender para haber llegado hasta el día de hoy relativamente ileso, sin que mis actos, guiados por la escasa luz cognoscitiva que poseo, me hayan hecho pagar cara la inexactitud de mis conocimientos. ¿Será que para la vida solo se precisa de verdades vagas, de verdades a medias? Supongo que sí, pues mis ancestros, los que vivían en las cavernas sabían menos que yo y sobrevivieron: mi existencia es su prueba. Si a la vida, por tanto, sólo le hace falta una verdad al buen tuntún ha de ser porque en la sospecha de verdad hay algo de verdad, o sea, mi perro si me quiere y los políticos son unos canallas.
Verdades de éstas tengo muchas, tantas como toda la gente; pero no me conformo, pues una cosa es que crea en todo lo que considero verdadero y otra que realmente sea verdadero lo que creo. Me gustaría, al menos, tener una verdad completa aunque fuera en extremo sencilla; veamos si puedo alcanzarla: yo, como todos, acepto la verdad de que la rueda rueda; pero ¿por qué rueda? El triángulo no rueda, el cuadrado tampoco; el pentágono puede llegar a hacerlo y el hexágono lo logra con relativa facilidad. Imaginemos estas figuras y pongamos una condición: que todas tengan la misma altura: si cumplimos con ello notaremos que mientras más caras tiene la figura su superficie de contacto con el plano es menor y más fácil le resulta rodar: el octaedro rueda casi perfectamente. La circunferencia rueda porque al sólo tener un punto como superficie de contacto con el plano esto la vuelve absolutamente inestable: la rueda rueda porque casi no toca el plano sobre el que rueda. ¿Será esto, siquiera una parte de lo que realmente se puede saber de la rueda?

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