sábado, 31 de diciembre de 2016

Resumen El Diario De Ana Frank

El día de su cumpleaños número 13 Ana recibió como regalo un diario el cual la llenó de mucha felicidad y decidió llamarlo kitty. Ana llevaba una vida normal y agradable junto a su familia; compuesta por su madre Edith Frank-Holländer, su padre Otto Frank y su hermana tres años mayor, Margot. 

El comienzo del diario de Ana Frank, habla de su vida normal, detalles de cómo era el colegio; siempre rodeada por sus amigos y amigas, de cómo su profesor de matemáticas el Sr. Kepler se la pasaba regañándola porque no se podía quedar callada ni un momento y la castigaba poniéndola a escribir monografías, tema: una charlatana, hablaba de sus pretendientes pues Ana era una niña muy bonita; así como de su primer amor Harry Goldman comentarios típicos de una niña de 13 años. 

Hasta ese momento Ana de lo único que tenía que preocuparse era de sus estudios y de sus amigos, pero de repente todo cambió. Empezó la segunda guerra mundial y Holanda se vio invadida por los alemanes. Un día mientras caminaban por la plaza su papá le habló de un escondite al cual debía ser necesario que trasladaran todas sus cosas y sobre todo trasladarse ellos para no caer en manos de los alemanes. 

Desde ese momento Ana se sintió muy angustiada esperando a que no se llegara ese día. Su papá recibió una carta de la SS para que se presentara; pero no era para que se presentara su papa sino Margot, por lo que tuvieron que partir. 

El jueves 9 de julio de 1942 los Frank abandonaron su hogar para trasladarse a su refugio abandonando algunas de sus pertenecías y llevando consigo solamente las necesarias. El anexo era una de las oficinas de la empresa de su padre, no era un lugar muy confortable pero debían adaptarse pues se convertiría en su nuevo hogar. Pero no habitaban solos pues días después llegaron los Van Daan una familia conformada por tres miembros. El primero en llegar fue el hijo: Peter al cual Ana consideraba un fastidioso. Luego, en el periodo en que recién se habían instalado en la casa de atrás, habla de su adaptación al escondite y a sus compañeros. 

Al principio le cuesta mucho la convivencia, lo pasa muy mal, ya que todos la toman como una ¨niña inmadura y parlanchina especialmente la señora Van Daan que aprovechaba cada oportunidad para hablarle de cómo se debía comportar; pero su papá siempre salía a su defensa. 

Ella cuenta como solamente confiaba en su padre, le contaba todos sus problemas ya que se sentía más cómoda con él que con su madre. Para ella su padre era un buen ejemplo de hombre, en cambio su madre le parecía el peor ejemplo de mujer y de madre, porque creía que ella no aguantaría vivir su vida como su madre, que solo se ocupaba de las cuestiones de la casa. 

El octavo miembro en unirse fue el señor Albert Dussel un dentista con el que Ana compartiría su alcoba situación que no le agradaba del todo. Ella va contando su experiencia día a día. La mayoría de las jornadas le resulta excesivamente fastidiosa, en aquel escondite no encuentra nada que hacer, pero algunos otros días, según relata, se los pasaba llorando en su habitación ya que el encierro hacia decaer su estado de ánimo. 

El mal humor, también era algo bastante normal en el escondite, el estado en el que vivían, hastiaba a la mayoría de las personas. Por esta razón, los ocho judíos allí ocultos, no entablaron una relación de amistad, simplemente coexistían en el mismo espacio y procuraban hacer una vida lo más normal posible. Después de un año en la Casa de atrás, Ana se hizo ciertamente amiga de Peter el hijo de la familia Van Daan. 

Detalla en su diario un cierto enamoramiento entre los dos jóvenes, cuenta como la mayoría de las noches se las pasaban en la habitación de él, mirando por la ventana las estrellas y la luna. Esos fueron los momentos más felices que Ana describió durante su estadía en el escondite. El diario de Ana Frank termina el 1 de agosto de 1944, porque el 4 de agosto de 1944 cuando fueron finalmente encontrados. 

Los agentes de la Gestapo detuvieron a todos los ocupantes y los llevaron a diferentes campos de concentración. Después de permanecer durante un tiempo en los campos de concentración de Westerbork y Auschwitz, Ana y su hermana mayor, Margot, fueron deportadas a Bergen-Belsen, donde ambas murieron durante una epidemia de tifus a causa de las malas condiciones de higiene en que se encontraban, entre finales de febrero y mediados de marzo de 1945. 
De todos los habitantes del anexo, solo el padre de Ana volvió.

La Docta Ignorancia-Óscar de la Borbolla

Decía San Agustín que él sabía que era el Ser si no se lo preguntaban y que, en cambio, cuando se lo preguntaba él mismo u otra persona la cabeza se le volvía un escenario de incertidumbres y de dudas. La verdad es que a todos nos ocurre lo que al filósofo y no sólo con respecto del Ser, sino con asuntos de menor monta, pues, en general, la comprensión que tenemos del mundo es tan vaga que nadie puede presumir no digamos que sepa todo a ciencia cierta, sino siquiera que sepa algo a profundidad. Cualquiera puede distinguir a una persona viva de una persona muerta; pero ¿quién, en sentido estricto, sabe qué es la vida y qué es la muerte?
Nuestra ignorancia, sin embargo, no es sólo ante problemas extremos como la vida y la muerte, sino respecto de la mayor parte de lo que manipulamos a diario: yo sé encender mi computadora y usarla hasta en un 2 por ciento de su capacidad, pero no tengo más que una vaguísima idea de su funcionamiento interno; tampoco sé, bien a bien, cómo funciona mi automóvil, ni mi teléfono celular y eso que me paso el día utilizándolos. Veo por la ventana; pero no sé por qué es transparente el vidrio; acaricio a mi perro, pero no sé porqué mueve la cola y, ni siquiera, si esa reacción debo con propiedad llamarla una muestra de felicidad.
Tampoco sé qué pasa en la política: tengo mis sospechas, pero de ahí a tener la garantía de que se trata de una pandilla de canallas hay una distancia. Y lo mismo me pasa cuando en mis clases en la Universidad estoy ya cierto de que mis alumnos han entendido y dejo de insistir con mi afán didáctico: el día del examen se me impone la evidencia de que cada quien entendió lo que se le dio la gana y, entonces sospecho hasta de mí: ¿será cierto que pude comunicarme con ellos?, ¿será que fueron mis alumnos los que entendieron lo que quisieron o que yo fui incapaz de transmitírselos?
El no saber a fondo nada es, por paradójico que pueda parecer, la única verdad con la que cuento, pues incluso en asuntos tan ajenos al saber en sentido estricto como los asuntos sentimentales: ¿cómo saber, en verdad, si mi mascota me quiere?, ¿poseo, acaso, un cuestionario exhaustivo de preguntas que aplico a la conducta de mi perro para verificar sin lugar a dudas su cariño?
Y sin embargo he podido vivir; quiero decir: me ha bastado con lo poco que creo entender para haber llegado hasta el día de hoy relativamente ileso, sin que mis actos, guiados por la escasa luz cognoscitiva que poseo, me hayan hecho pagar cara la inexactitud de mis conocimientos. ¿Será que para la vida solo se precisa de verdades vagas, de verdades a medias? Supongo que sí, pues mis ancestros, los que vivían en las cavernas sabían menos que yo y sobrevivieron: mi existencia es su prueba. Si a la vida, por tanto, sólo le hace falta una verdad al buen tuntún ha de ser porque en la sospecha de verdad hay algo de verdad, o sea, mi perro si me quiere y los políticos son unos canallas.
Verdades de éstas tengo muchas, tantas como toda la gente; pero no me conformo, pues una cosa es que crea en todo lo que considero verdadero y otra que realmente sea verdadero lo que creo. Me gustaría, al menos, tener una verdad completa aunque fuera en extremo sencilla; veamos si puedo alcanzarla: yo, como todos, acepto la verdad de que la rueda rueda; pero ¿por qué rueda? El triángulo no rueda, el cuadrado tampoco; el pentágono puede llegar a hacerlo y el hexágono lo logra con relativa facilidad. Imaginemos estas figuras y pongamos una condición: que todas tengan la misma altura: si cumplimos con ello notaremos que mientras más caras tiene la figura su superficie de contacto con el plano es menor y más fácil le resulta rodar: el octaedro rueda casi perfectamente. La circunferencia rueda porque al sólo tener un punto como superficie de contacto con el plano esto la vuelve absolutamente inestable: la rueda rueda porque casi no toca el plano sobre el que rueda. ¿Será esto, siquiera una parte de lo que realmente se puede saber de la rueda?

Manifiesto Ucrónico-Óscar de la Borbolla

Hartos de callar. Hartos de mantener ese silencio que sirve de mordaza y vuelve llevadera la injusticia. En contra de los traidores y los equivocados, de los cómplices inconscientes y de los verdugos de vocación. Contra todos aquellos que con su ignorancia o ingenuidad, o con su espaldarazo meditado y científico brindan su irresponsable apoyo al desastre. Y en contra también de los que canalizan la protesta hacia infiernitos o perfilan su crítica para distraer con minucias la generalizada inconformidad, elevamos este Manifiesto.
No nos mueve a ello ningún hecho reciente, ni siquiera la reiterada y procaz indiferencia e ineficacia que caracterizan las decisiones de este tiempo, sino la vergonzante confirmación, repetida como un delirio, de que en todos los pueblos –geográfica e históricamente revisados– predomina la sujeción, el sometimiento y la represión. Tal pareciera que un único designio gobierna el mundo desde sus inicios: oprimir al hombre, sujetarlo como a los gansos que se clavan al piso para que graznen y le crezca el hígado, o doblarlo como a una carta que se envía a la vida y que debe pasar por la estrecha ranura del buzón.
Por ello juzgamos necesario, nos sentimos obligados, reconocemos lo imperativo de suspender esta producción de paté foiegras y de vidas timbradas que desembocan en la dirección de la muerte sin otro remitente que el absurdo o la nada. Pues aunque el coro de la ortodoxia oficial ha comenzado a reconocer la crisis, y los corifeos de la disidencia se desgañiten al enfatizarla, todavía no se deja oír la voz que dé en el blanco del desastre. La voz que señale, sin rodeos ni matices, el verdadero motivo de la protesta; porque hasta hoy la insatisfacción metafísica ha sido capitalizada por grupúsculos políticos con idearios miserables que, al no proponer horizontes sucesivos hasta el infinito, sino metas mediocres más allá de las cuales se abre el acantilado de la desesperanza, frustran a los rebeldes y transforman su indignación en desgano y sus sueños en pesimismo.
Esta es la razón de quebrantar el silencio de los adormecidos o el ruido vocinglero de las estridencias políticas, y ésta la justificación que nos da derecho a tomar la palabra por todos aquellos que, como nosotros, se rasgan el vientre con un puñal japonés, se levantan el capacete del cuero cabelludo de un balazo, se arrojan al precipicio de un puente, se empastillan con cianuro, se amarran al cuello una piedra que florece en ondas sobre la espantada superficie de un lago, se tiran a la cama de una habitación perfumada con gas, se serruchan las muñecas en un baño público, se rocían de gasolina en un bosque donde se prohíben las fogatas o inauguran una desviación hacia el paisaje abierto de la barranca, o saltan al fondo del alcohol o al fondo del opio o al fondo de un recuerdo o al fondo de un libro que vale más que la vida diaria que se desperdicia.
Adquirimos el derecho de tomar la palabra –y también nuestros motivos– de la montaña de cacharros donde se han acumulando los actos sin despliegue de los temerosos, los actos que abandonan los arrepentidos, las promesas rotas y, en general, todas las acciones tronchadas por la conspiración de los vitaltraidores, pues más allá de ellos, más allá del impedimento de las estrechas condiciones reales o de la mezquindad de quien no supo, no quiso o no pudo llevar sus deseos hasta el fondo, más allá: en esa montaña de despojos donde hincamos nuestro derecho de tomar la palabra, germina la fuerza de esos actos huérfanos reclamando un protagonista que la encarne, alguien dispuesto a ponerse delante del toro desbocado de la marcha histórica, un nuevo movimiento capaz de descarrilar la inercia humana y hacer que se estrelle en el espejo de sus desatinos. Un movimiento comprometido, nada más, con el limbo imperecedero de los anhelos y los sueños incumplidos del hombre.
Nuestra oposición, en consecuencia, no puede ser parcial. Los críticos parciales, partidistas (y no se han conocido otros), cumplen un papel funcional: generan las enmiendas, los parches, los pegotes que sirven para reestructurar las sociedades; son pivotes de escape que aplazan la explosión; son reformistas que sólo atacan una ley o buscan un sistema distinto, como si la ley o el sistema no fuesen simples fragmentos de una realidad más compleja, de una totalidad completamente insufrible.
Nosotros estamos en contra de la ordenanza estúpida, del decreto perjudicial; pero también en contra de la disposición certera, de la orden correcta, pues la esencia misma del mandato es la represión.
Nosotros estamos en contra de los gorilas públicos que desde el poder asesinan y queman a los disidentes, y en contra de los gorilas privados que en un callejón arrebatan al que pasa su verdadero y único patrimonio: la vida. Pero también en contra de la muerte que acreditada como ley natural siega año con año y mes a mes a millones de seres sin reparar siquiera en la índole personal de aquellos a quienes aplasta. Estamos en contra de esa ley que pretende ostentar su ceguera como equidad cabal y no es sino la peor de las canalladas y la más grande de las injusticias. Estamos en contra de la muerte y en contra de sus más eficaces instrumentos: los dictadores que multiplican su capacidad de aniquilación desde el poder.
Desaprobamos la injusta desigualdad social, pues no sólo condena al hambre a más de las tres cuartas partes de la población del mundo, sino que agrava con las taras de la anemia el desequilibrio de una biología de por sí arbitraria que asigna a cada individuo una inequitativa dotación psicobiológica. Desaprobamos el orden genético pues, más allá de todo esfuerzo de instauración de la justicia y de cualquier intento de reparto equitativo, siempre ha desnivelado las posibilidades humanas. Nos declaramos también enemigos del racismo, del racismo con el que se agrede a todos aquellos que son discriminados por cualquier causa, pues la exclusión es una práctica universal en la que el desprecio ejerce sus infamias indistintamente contra los débiles sean negros o blancos, cobrizos o amarillos, grupos minoritarios o mayorías interminables. Nuestro antirracismo propone la inclusión absoluta, pues no es posible que siendo el universo un espacio infinito no quepa todo en un jarrito sabiéndolo respetar.
Estamos, pues, en contra del dolor y de la muerte, de la escasez de oportunidades y de la falta de libertad para poder tener muchas vidas distintas y no estar asfixiados por ninguna. Nos inconformamos ante el hecho de tener que cargar con nuestro pasado y no poder cambiarlo como quien se muda de ropa o elige otro dentífrico. ¿Por qué no todo el mundo puede hacer y vivir lo que le plazca, en lugar de tener que hacer aquello a que lo obligan y las más de las veces lo que puede? ¿Por qué sólo tenemos este remedo de vida suficiente para encender la pira inmoral de la subsistencia?
Impugnamos a los políticos que por motivos inconfesables o por ineptitud probada no han conducido a la sociedad hacia el mundo al que apuntan los suspiros utópicos.
Impugnamos a los científicos por no haber aplicado toda su ciencia en reparar las graves fallas del cosmos.
Impugnamos a los artistas y a los intelectuales que con su genio no han sabido poner o siquiera proponer un mundo hacia el que habríamos podido dirigirnos.
Impugnamos a los vendedores por no vender las claves de la vida o al menos una satisfacción duradera.
Impugnamos a los ingenieros que no hacen casas donde pueda caber toda la gente, ni los puentes para que la humanidad atraviese hacia la otra orilla.
Impugnamos a los médicos que no encuentran el remedio definitivo contra la gripe y la muerte.
Impugnamos a los barrenderos que no barren tanta indignidad y podredumbre.
Impugnamos a los obreros que no han construido el brazo de palanca ni la catapulta que podría levantarnos y, en síntesis,
Impugnamos a todos los seres humanos por su milenaria semejanza con los taxistas, pues sólo son capaces de ir al sitio que se les ordena por más que elijan la ruta más larga, la del rodeo torpe y el errar inútil.
Se ha edificado un mundo ominoso frente al que sólo quedan dos respuestas: despedazarlo hasta sus cimientos y hundirlo en el fondo de las raíces sin memoria o abandonarlo: emprender el éxodo al Mundo Ucrónico: exiliarnos en masa al inconmensurable espacio onírico que resulte de juntar los islotes de nuestros sueños individuales.
Comencemos la fuga. Sólo si universalmente desertamos del mundo real se creará un movimiento capaz de volver inoperante la inercia de un proceso histórico que a estas horas se dirige ya de modo fatal hacia el desastre. No es una convocatoria enloquecida, aunque sí exasperada. En el mundo se ha estrangulado la posibilidad de vivir y, por eso, la alternativa racional, la alternativa sana, la alternativa posible recae, por rigurosa eliminatoria, en una solución fantástica: trasladarnos en bloque a la Ucronía para fundar allí una civilización distinta.
Nadie puede tachar de utópica una salida en la que no haya empeñado todas sus fuerzas.
¡Por el triunfo de la vida y la ampliación de la esperanza!
¡Por la instauración de un mundo nuevo!
¡Por la posibilidad total de lo imposible!
¡Por la destrucción de la realidad!
¡PROHIBIDO MORIR!

Lenguaje Cabalístico-Óscar de la Borbolla

Escribo, porque no he encontrado una mejor manera de tocarte, ni otra avenida que esta calzada de palabras desde la que te puedo mostrar cierto sistema planetario al que todavía guardo una profunda estimación. ¿Cómo evitar que el día quede hundido sin objeto en las calles irregulares de la ciudad? ¿Cómo impedir que escapes, que desaparezcas al torcer una esquina? Aquí te vuelves un murmullo y tu respiración es el vapor de la tinta al secarse; este es el sitio al que acudes puntual o donde me esperas dormida. Aquí siempre es de noche cuando vuelvo tras haberme extraviado en la rutina, o después de perseguir, junto con otros cuervos, objetos cuyo brillo resultó falso. Yo adquiero aquí ese trasfondo al que te llevo, porque no es solo tu sexo, ni el imán de tus senos desbordados en la mesa, ni tu vientre que termina en un oasis negro. Escribo, porque no es sólo tu cuerpo ni yo el suicida paseándose nervioso en la azotea ni es solamente el tiempo. Es más bien una forma para que las vocales rueden como el sudor por tus labios.Tú vienes aquí para cobrar esa profundidad que te falta, esa raíz sin la cual los meses giran inútilmente. Pero tu propio hallazgo no te deja tranquila: piensas que no eres completamente tú, que no es tuyo el brazo que mueves cuando desde la puerta dices adiós; que esa mano demasiado interesada en hurgar mis papeles no puede ser la tuya y que tu rostro poco tiene que ver con la línea que te prolonga por el canal de estos renglones. Y es cierto, tampoco esta duda y esta inconformidad te pertenecen. Aquí nada se parece a nada, aunque cada imagen sea tu imagen y cada sonrisa salga de ti. Aquí es donde yo escribo prolongando el rumbo de una mirada o la ruta de un ademán. Aquí, con el humo y la caligrafía, te hago bajar los párpados y extiendo tu cuerpo. Porque finalmente ninguna evasiva te sirve: ni la parvada de ángeles mutilados que aletean en ese sueño, ni los días que no recuerdas al repasar la semana una y otra vez, ni tu boca que pretende huir por el margen izquierdo de esta página donde apareces tendida sin voluntad. Eres esa colina que momentáneamente forma el oleaje del papel, cuando mi mano entorpecida por tu aparición palpa su superficie o vuelve atrás colocando puntos y tildes. Y al leer estas palabras, sin que lo puedas evitar, por mas que bajes la voz, vibran tus labios y este sonido te recorre la piel.Después será el silencio, las calles que se alargan hasta la madrugada y los faroles de siempre desvelándose solitarios hasta el amanecer, y vendrá, no lo dudes, el goteo infinito del abecedario con sus frases hechas. Después dejarás de ver estas palabras donde mis dedos convertidos en sílabas te recorren y humedecen. Después no será nada: a lo más una huella digital que se borra en tu cuello o en tu cintura. Pero ahora, entiéndelo, ya no son las palabras lo que escuchas: es el ruido de la pluma al dibujar tus consonantes, es la puntuación que se desplaza por tus piernas y las marca con lunas ortográficas: es por fin tu cuerpo jadeante.

Radiografía del amor-Óscar de la Borbolla

Cuando nos conocimos, yo andaba muy tomado: la vida me parecía insípida, insufrible y vergonzosa: un asco, y estaba convencido de que debía matarme a más tardar esa misma noche. Recuerdo que te dije: Mucho gusto y con permiso, nada más me suicido y continuamos este magnífico romance. Estábamos en una galería y te explicaba la técnica del pintor Francis Bacon. Giré sobre mis tacones para irme, pero sentí que me mandabas un mensaje inalámbrico: algo así como no te vayas, te amo o qué tal si en mi casa tomas un café y me sigues hablando de los cuadros de Francis. Yo te miré a través de la copa bamboleante, sube y baja, como a bordo de un barco en mar picado, y estuve de acuerdo en postergar mi suicidio, en tomar el café que me invitabas y en prolongar esa caminata hacia el infierno, que los demás llaman vida, a condición de que me acompañaras en la cuesta empinada de lo que restaba del año: Tres meses con catorce días, dijiste con la seguridad de quien se trae el tiempo al dedillo y con sólo una ojeada a las constelaciones es capaz de saber la hora exacta y las coordenadas precisas de su ubicación en el mundo: estamos abajo del Trópico de Cáncer, 18 grados de latitud norte y 97 de longitud oeste. Carajo, es verdad, estamos en México y de nada sirve pegarse un balazo: en el más allá de este país no pagan prima vacacional a quienes se adelantan, ni les toca un cuarto con vista al mar, porque en nuestro más allá no hay vista al mar ni vista ni cuarto ni una chingada. Empezaste a reír. Te burlabas sin recato de lo que yo consideraba el macizo de la muerte, la verdad decantada, el gran desenlace, y lo hacías con una risa contagiosa que volvía la muerte una tonta película de chistes gastados, y entre risa y risa te deslicé la mano por la espalda, por debajo del blusón vaporoso que ocultaba tu piel lisa, tibia, perfectamente torneada. Tú te acercaste, porque al buen entendedor pocas caricias y, con un beso que se prolongó por quince minutos, me adormeció los labios y por poco y me asfixia, sellamos el pacto: De aquí al final del año, ¿estás de acuerdo? Asentiste con un nuevo beso del que tuve que zafarme empujándote, pues luego de otro cuarto de hora amenazabas con mantenerte prendida los tres meses catorce días que abarcaban nuestro incipiente trato. Ya párate, te dije, pues en mi borrachera sospeché la carretada de dinero que ibas a cobrarme por tus ansias. Perdóname, pero en aquel momento te confundí con una mesalina de lujo, con una comerciante en carne curva. ¿Cómo podía imaginar, entonces, tu estado civil, tu carro de ocho cilindros, tu suite en el Paseo de la Reforma? Me golpeaban la cara tu perfume y el fresco de la noche. Cómo soñar, entonces, que ibas gratuita, samaritana, dulce y conmisericordiosamente a sumirme en tu cama, en ti y en ese amor desde el que desperté al jugo de naranja, al pan tostado y al jarrito de miel que volqué sobre las sábanas, cuando dijiste buenos días metida en un negligé blanco por el que se transparentaba tu cuerpo.
¿Qué día es hoy?, te pregunté con aquella costumbre de asalariado culpable de confundir los lunes con los domingos; pero era día de asueto general, nada menos que 16 de septiembre, día de la Independencia, del desfile por Reforma, de los batallones de soldados pasando de veinte en fondo con sus arcabuces, sus obuses, sus morteros, sus tanques blindados, sus piezas de artillería y sus perros dóberman. Era el día de las motocicletas recién lustradas y de las bandas de guerra tocando el himno nacional y de las multitudes aplaudiendo y chupando raspados de grosella, guayaba o tamarindo. Ya llegaron los primeros contingentes, dijiste con la frente apoyada en el ventanal. ¿Los primeros contingentes de qué?, pregunté yo que ni siquiera sabía que tu departamento quedaba en la calle Oslo esquina con el Paseo de Reforma. Los primeros contingentes del desfile, mira, asómate, y estábamos en un octavo piso y los uniformes gallardos, verde olivo y verde hoja y verde manchado de café campo cruzaban allá abajo entre las vallas y la algarabía y los globos y los rehiletes y los huevos llenos de harina que volaban de un lado a otro. Era un día patriótico y yo no sabía ni siquiera tu nombre: Me llamo Mara, dijiste desprendiéndote del negligé para amarrarte a la cintura nuestra bandera tricolor a media asta. Y llevándote el puño a la boca comenzaste una música de trompetillas, remedo de cornetas y de los tambores militares que subían con su repiquetear de banqueta tensada hasta la habitación. Tenías el pecho descubierto como la heroína del cuadro de Delacroix, ése en el que la libertad guía al pueblo, sólo que tus senos más erguidos y pronunciados, más como los fanales de un automóvil último modelo iluminando estrábicos la niebla, no eran una imagen ni una metáfora de la revolución, sino una realidad maleable, dúctil y duplicada o para decirlo de una vez: tus pechos formidables que me hicieron olvidar el desfile, mi devoción a la bandera, mi curiosidad infantil y la cruda espantosa que sentía con su dolor de cabeza y sus náuseas, y que me obligaron a abalanzarme sobre ti como un apátrida que no deseaba otra cosa que nacionalizarse como habitante tuyo, ciudadano de tu país profundo o hijo pródigo de tus ingles abandonadas al amanecer. Rodamos por el piso y sólo de reojo, estirando el cuello y muy sesgados, logramos ver apenas el pelotón de los bomberos, los charros a caballo y el voluntariado de la Cruz Roja que recorrían Reforma con sus estandartes en alto. Cuando los levantamos, los colectores de basura cerraban la marcha barriendo el tiradero de confeti, la boñiga, los cascarones de huevo y los envases de poliuretano.

Así te conocí, así empezamos. Yo entonces no sabía que ese departamento era tu escondite: una guarida de primera a la que te mudabas cada que tu marido salía de viaje y no resistías la soledad de tu caserón de San Ángel, ni el cuidado servil de tu ordenadora tropa de domésticas que iban detrás de ti restañando la hecatombe que producías con tu presencia. Yo entonces sólo sabía tu nombre, Mara, y tu cuerpo: ese cuerpo rostizado durante veintisiete años y amasado por medio centenar de amantes que igual te habían perfeccionado el gusto y moldeado la silueta, que hastiado hasta el extremo de hacerte acudir a galerías a rescatar suicidas falsos que te hablaran de Francis Bacon y de infiernos sin mar y sin vista que, ciertamente, no justifican la prisa de adelantar finales que de cualquier forma habrán de llegar. Sabía de ti lo indispensable: tan poco, que en aquel momento cualquier rubia como tú habría podido suplantarte sin que yo lo notara. Y sin embargo, los dos sabíamos más que lo suficiente: que cada cual tenía sus compromisos, sus costumbres y su vida demasiado hecha, y que lo nuestro iba a durar sólo tres meses con catorce días y que ninguno de los dos debía pretender alargar ese tiempo de gracia, ese romance a plazo fijo, porque a la menor provocación, a la primera que alguno comenzara a mezclar la eternidad con el amor, a la primera que alguno intentara traicionar la muerte con aquello de te quiero para toda la vida, o quédate siempre junto a mí, nos hundiríamos en el carajo, en el caldo doméstico de los fermentos consuetudinarios que descomponen todo retroactivamente, hasta los mejores recuerdos. Cada quien su vida, dijiste y nos prendimos en uno de esos besos que duraban más de quince minutos y en los que nos mascábamos los labios como si fuesen chicles de orozuz a los que hubiera que arrancar todo el sabor. Cómo te penetré esa vez: te sujeté de las caderas y empujé con fuerza hasta hacerte crujir, hasta arrinconarte en el fondo de ti misma; parecía un asesino, un hombre sanguinario que huía del mundo por la ranura de tu cuerpo hacia dentro de ti, un loco que te sofocaba, que te llenaba como nunca. Y volviste a decir cada quien su vida, pero esta vez gritando con un tono de libertad que se me pirograbó en el alma y fue como una sacudida de conciencia que me hizo comprender que no existe nada más que el instante. Me vacié en ti, porque de eso se trataba, porque habría sido una necedad contenerme y erigir un templo de caricias que procuraran por ti, que buscaran también tu placer. Y fue eso, precisamente eso: mi pasión egoísta, mi satisfacción personal, lo que te devolvió a ti misma y a un orgasmo tuyo, completamente tuyo y de nadie más. Te quedaste dormida sin decir nada, sin preocuparte por mí, yen aquella total indiferencia, en aquel ofrecerme la espalda desnuda, encontré más amor que el que había hallado en toda mi puñetera vida de arrumacos y de mujercitas piadosas que me abullonaban las almohadas y me cubrían de colchas con su cariño maternal. Esa noche me acuclillé a tu lado, me acomodé hecho un ovillo y estuve tiritando de frío con la cara a poca distancia de tu sexo. Al cabo de una hora comprobé cómo se acedaba nuestro amor, cómo se secaba en tus piernas dejando un rastro blanco de barniz quebradizo, hasta que yo también, aburrido de contemplar tu piel, pero queriéndote, me perdí por las nebulosas de unos sueños en los que nadie te conocía, en los que nadie había oído de ti, y en los que sólo habitaban seres huecos, tinacos huecos, que repetían tu nombre con reverberación.

En el inicio cualquier cosa nos llenaba de sorpresa: ¿Cómo, eres casada, preguntaba yo muerto de risa, y tu marido, un millonario liberal que te consiente y cumple todos tus caprichos? ¿Y tú, un crítico de arte? Sí, y además soy tenista y espadachín y gladiador y los miércoles me alquilo de chivo expiatorio para algún ritual pagano falto de mártires; pero ahora estoy decidido a fundar una ciencia nueva: tú serás el objeto de estudio; quiero descubrir las claves fisiológicas de tu cuerpo y los teoremas que se derivan del axioma de que eres una rubia, joven y rica. Y me ponía a medirte con una regla, pero tu vientre irracional crecía y decrecía por tu risa arbitraria, y entonces nos arrancábamos la ropa y a nadie le interesaba ya la naciente “maralogía”, ni la magnitud flexible de tu manera de gemir, ni el número promedio de entradas y salidas que era necesario para arrancarte el grito de cada quien su vida. Pero a veces también, te escabullías con la blusa desabotonada, porque esa tarde te reclamaba tu marido para ir a una reunión de sociedad a la que te resultaba imposible asistir con los labios mordidos e inflamados como los de una negra. Una negra perfectamente blanca y perfectamente rubia, me decías mientras te aplicabas un cubito de hielo envuelto en la mascada que habías sacado del bolso y con las llaves del auto en la mano me mandabas un beso volador desde la puerta y te ibas. Yo bajaba Reforma, tomaba un camión y, cuando me sentaba en mi casa a escribir la reseña de Francis Bacon y de la galería donde te conocí, me venía el deseo de recordarte: hundía la nariz en mis palmas para hallar tu perfume; pero ya no olían a ti, olían a pasamanos de camión y a cigarro y, entonces, no me quedaba otro recurso que imaginar dónde estarías, “entre qué gente, diciendo qué palabras”; emborronada cientos de cuartillas hasta que por fin conseguía hacer de la literatura un pasaporte para colarme en tu mundo: y ahí estabas, Mara, en tu reunión selecta, vestida de negro toda, con una gargantilla de diamantes y con el bonachón de tu marido colgado de ti como un tosco brazalete. Hablabas sin parar ante un grupo de personas acerca de Francis Bacon: de la desolación de sus óleos, de las calidades en las que atrapa las distintas texturas de las crisis del alma y de la manera como retuerce las figuras hasta conseguir que sangren. Los tenías a todos embebidos, pendientes de tu disertación, fascinados con tus opiniones. A cada tanto, tu marido lleno de orgullo te daba discretos apretones en el brazo; eras el centro de la fiesta, tu éxito te animaba a seguir; incluso yo te veía maravillado a través de mi copa: mi admiración por ti aumentaba a cada segundo: desarrollabas las categorías estéticas exactas al hablar de Bacon, usabas los adjetivos precisos hasta que, sin poder contenerme más, dejé mi mazmorra de silencio y levantando mi copa propuse un brindis. Tus amigos voltearon sorprendidos y yo repetí: Brindemos por Mara. Todos sin excepción alzaron su copa y de un trago me bebí tu desconcierto, tus ojos redondeados por la incredulidad. Quisiste preguntarme qué hacía allí, cómo había llegado; pero una ráfaga de viento reacomodó las sílabas de tus palabras y todos escuchamos un turbado les presento a… mi maestro de historia del arte, y no mencionaste mi nombre, porque a pesar de haber hablado tanto habíamos callado demasiado y todavía no sabías cómo llamarme. Pablo Reyes, dije, y tu marido me estranguló los dedos de tal fuerza que en el aire se extendió el aroma inconfundible de tu perfume y el olor agrio de un tubo de camión.
No me gusta que me espíen, dijiste cuando nos encontramos en el departamento de Reforma. Yo quise explicarte mi trabajo de crítico, mi rol de intelectual, me permitían el acceso a ciertas esferas sociales; pero no tenías ganas de aclaraciones: según tú, yo había aparecido en la reunión a causa de unos impulsos posesivos que violentaban el cada quien con su vida que era la base de los tres meses con catorce días que habría de durar nuestro convenio; pero a mí me habían contratado para que no faltaran temas de conversación, por si alguien necesitaba un dato o una idea divertida. Comprendí que era absurdo insistir en los pormenores de mi profesión y acepté ese disfraz de amante celoso que me ofrecías: me pareció romántico y por eso inventé la historia en la que había saltado bardas, envenenado perros y forzado ventanas para llegar a la escena en la que tu marido casi me fractura los dedos: te los mostré y el moretón te enterneció. El fin de semana va a ser nuestro, dijiste, y al menos ya sabías que me llamaba Pablo.

Desde entonces procuré encontrarme contigo fuera del departamento: ya que de por sí eran muchos los disfraces que debía ponerme para incrementar mi vestuario con esos trajes de Otelo que salían del guardarropa de tu pasado de amantes convencionales y celosos. Me iba más bien por otros rumbos, allá donde materialmente fueras imposible: los túneles del Metro, los barrios suburbanos; comía en fondas, me encerraba en el cuarto de algún hotelucho o me pasaba la tarde metido en mi casa haciendo esfuerzos para no pensar en ti, para no violentar los estratos de la realidad apareciendo, de pronto, en la mesa de tu comedor como un intruso caído del cielo o en la mitad de tu cama entre tu marido y tú; porque si te asaltaba mi recuerdo en la hora de la cena o en el momento de dormir era porque yo te acosaba, porque no admitía la independencia de tu vida ni la privacidad de tus asuntos. Yo no debía asomar en ninguna parte en que tú no quisieras, para eso estaba el departamento, para vernos ahí, lejos de tu marido y a ocho pisos del mundo. Defendías tu libertad, te chocaba la idea de estar enamorándote y a mí, en cambio, me resultaba espléndido dormirme con la promesa de los tres meses catorce días, pues aunque ya había pasado un mes y el tiempo iba a agotarse, podíamos prorrogarlo, colgarle el anexo que se nos diera la gana, ¿por qué atenernos a lo establecido? No para siempre, nunca para siempre; pero sí hasta donde llegara, hasta donde pudiera ir sin muletas, sin tropiezos: un año o dos, lo que alcanzara. Ya no sigas hablando, me dijiste, mejor acércate, y esa vez, como si sólo la muerte pudiera desprendernos, supe todo tu fundo, tu canto de mujer sin palabras, tu cuerpo sin recovecos prohibidos, y lo supe más allá de la naturaleza y el orden, en ese lugar de transgresión donde la sangre se funde con el semen y el espíritu se sacude como un animal enfurecido el que unas manos invisibles ahorcan. Nunca fuimos más lejos ni jamás volviste a demostrar ese coraje, esas ansias suicidas de rasgarte la piel, de abrirte el cuerpo de par en par para guardarme, porque ya no éramos un par de amantes copulando, sino un revoltijo de seres mutilados que para completarse se injertaban: era un acoplamiento de siameses con las venas y las respiraciones enredadas. Nunca fuimos más lejos. Y tal vez porque todas las cosas tienen una cima, un pináculo, un vértice superior e irrebasable, fue que para seguir más allá tuvimos que iniciar el descenso: tus abrazos se debilitaron, tu manera de apretarme menguó, y tu necesidad de verme a cualquier hora se fue aminorando.

Yo hacía todo con tal de mantenerte emocionada; pero al segundo mes ya parecía imposible atajar tu fastidio: mirabas el reloj, llegabas tarde, te dolía la cabeza, estabas menstruando o necesitabas escribir unas cartas. Y yo, en cambio, planeaba lo que habría de decirte, la forma de llenar cada minuto que me concedías; buscaba las mentiras más grandes, las parafernalias eróticas más eficaces y un itinerario de ocurrencias inéditas para cada ocasión. La novedad, sin embargo, entraba en órbita de lo reductible y se deslizaba por el óvalo de los círculos viciosos que eras capaz de descubrir en todo. Yo sentía la obligación de divertirte: si te asaltaba la idea de que algún día habrías de envejecer, redactaba una iniciativa para las Cámaras exigiendo que se te declarase zona de desastre y a mí, damnificado tuyo; si querías un orgasmo a distancia, me sentaba en la orilla de la cama a improvisar un cuento excitante en el que ajustaba la duración de las escenas a tu propio ritmo: e igual conducía tu imaginación a través de tus perversidades favoritas que inventaban otras, con las que luego suspendíamos la literatura y el mundo: llegabas a la cima, en el interior de tu cuerpo se condensaban unas gotas que salían con violencia sin salir de ti; pero te aburrías; te aburrían los viajes, las caminatas a caballo, la percepción desgarrada por los estimulantes, pues ni el haz estrellado de los colores imposibles, ni la espiral veloz que de pronto se tensa en un disparo hacia el abismo, ni la música que se vuelve tangible y se unta como una pomada refrescante sobre el tímpano, ni nada, ni siquiera el peyote que te hizo otra frente a ti y te permitió ser ubicua lograron distraerte.
No era yo, ni tu vida conmigo. Tú eres lo menos detestable del mundo, me dijiste. Eran, quizá, Francis Bacon, el desfile monótono de los soldados o los cuadros, la sucesión de los instantes parejos, cortados por la misma tijera: todos únicos pero idénticos: era el tiempo.

Pero hasta el tiempo se acabó: un día los tres meses catorce días llegaron a su fin y, como hacía dos semanas que no nos veíamos, creí que eso me daba una justificación para volver a tu departamento: abrí la puerta, me senté a esperarte, me serví una copa, vi a través de ella hacia la calle, entré a la recámara, recordé tu cuerpo, tu frase predilecta: cada quien su vida; llené un cenicero de colillas, miré la hora, camine de un lado a otro, volví a mirar el reloj, la calle, la recámara. Anocheció y amaneció. En la madrugada parecía un borracho que se alejaba por Reforma.

Pintar el Paraíso-Óscar de la Borbolla


Desde hace 5 años, todos los domingos vengo al Jardín del Arte a exponer mis cuadros, digo a exponer y no a vender, porque, primero, no siempre vendo y segundo –que es lo más importante– porque mi relación con la pintura no es la de Andy Warhol ni la de Botero. Yo pinto porque en el desfile estrambótico de todo lo que miro, a veces, creo entrever una hoja que sonríe, una pluma de ángel, una crin de unicornio o la manzana primigenia aún sin morder. Quiero pintar el Paraíso del que fuimos expulsados y del que, pese a todo, aquí y allá sigue sobreviviendo algún fragmento, pues estoy convencido de que ni Dios con toda su furia consiguió aniquilarlo. El Paraíso sigue aquí en retazos, a la vista y a la mano; está en la transparencia del agua y en la forma en la que se difuminan las nubes (no en las nubes, sino en su disolución), está en el olor del pan y en el ensamblaje flexible que experimentan los cuerpos en el coito, está en la sensación terrosa de la nieve en la boca y en el peso caliente de la gallina que se sienta a empollar; está en tantas cosas y se asoma tan inesperadamente en tantos lugares que mi obra parece no tener unidad.
El Paraíso estuvo incluso aquí en el Jardín del Arte, en el espacio sombreado por las ramas de este árbol y ocupando lo que medía el ancho de cuatro caballetes. Sí, era una pintora, una compañera que llegó con su obra el día menos pensado. Y yo que vivo acechando las apariciones del Paraíso no supe verlo al principio. Estaba ocupado, como ahora, explicando a un cliente mi trabajo, intentaba hacerle ver que lo valioso del pan de esta pintura no es el efecto hiperrealista que provoca el aerógrafo, sino esa fragancia de paz con la que dice: “Todo está bien, no importa, sigue”; estaba embobado con mi propio rollo y no presté atención a esa sonrisa que no dependía de la breve lúnula de sus labios, sino de una luz que le venía de adentro, como viene de adentro la luz de un tajo de sandía. Llegó y montó sus obras, me hizo una seña de saludo y yo le respondí con una mueca fría.
Pero el Paraíso se venga cuando uno no se maravilla en seguida; se oculta y, durante mucho tiempo, trabaja en silencio su próxima aparición. Y eso fue lo que ocurrió con el de ella: la rutina dominical con su camaradería de bohemios la disfrazo de compañera, de una pintora más entre todos los compas. Aunque, nuestros cuadros, encarados como estaban, iniciaron un diálogo profundo; empezaron a intercambiar reflejos y, poco a poco, como si corrieran por carreteras asintóticas, se hacían más parecidos. Ninguno de los dos lo notó, porque nuestras pinturas venían desde muy lejos: mi pincelada era sin textura y exacta (como conviene al aerógrafo), la suya era larga y temblorosa; no había punto en común entre mi pincel de aire y la violencia de su espátula, y donde más se abismaba la diferencia era en las paletas: la mía empeñada en los blancos; la suya en una estridencia de azules y naranjas y, no obstante, nuestras obras se iban hermanando y a mí, al menos, se me iban volviendo menos pesados los domingos.
Y es que el Paraíso es traidor: se agazapa y brinca; lo va inundando todo silenciosamente hasta que un día, de golpe, se manifiesta con una evidencia insoslayable y es como el rayo que al irrumpir ciega y aturde. Esta revelación ocurrió el día en que los dos llegamos con una obra idéntica. El motivo era el agua, una esfera de agua contra un fondo blanco; todo lo que la rodeaba era blanco y los brillos parecían imposibles. Instalamos las pinturas sobre los caballetes y, al voltear a saludarnos, yo caí en la cuenta de que el Paraíso estaba en ella. Ella, como siempre, me dedicó una sonrisa de compañerismo, pero al percatarse de la absoluta coincidencia de las obras avanzó disgustada hacia mí. Yo quería hablar del milagro; ella de plagio. Yo estaba conmocionado por el asombro y balbuceaba, en ella la indignación crecía a cada palabra y se volvía más elocuente. Yo no entendía nada y ella creía entenderlo todo. Para mí era la primera vez que el Paraíso se mantenía, que no era un mero destello escurridizo y mientras más se dilataba esa presencia, más incoherente me volvía.
Visto por afuera, todo obraba en mi contra, pues al no contestar a las acusaciones sólo quedaba el fallo de un juicio sumario que quedó sintetizado en una frase: Eres despreciable, me dijo y, todavía, en ese momento, no conseguí comprender lo que externamente estaba pasando. Recogió sus cuadros, sus caballetes y se marchó. Me quedé extasiado viéndola, contemplando cómo se iba, cómo el Paraíso se alejaba con ella, cómo se achicaba en la perspectiva, cómo se concentraba en un último punto luminoso que se tragó el fondo del paisaje. Sólo entonces reaccioné: quise alcanzarla, explicarle, decirle lo que significaba para mí. Pero no estaba. No estaba en el fondo del paisaje, ni a la derecha ni a la izquierda de la calle. Dejé de correr: ¿qué caso tenía?, ¿qué sentido podrían tener para ella mis elucubraciones sobre el Paraíso? Me detuve y dócilmente me dejé invadir por la melancolía.
Semanas después volví a encontrarla, se había mudado al otro extremo del Jardín; pero ya no era ella: había regresado a su paleta estridente y a su espátula salvaje. Me vio, giró la cara con el mismo desprecio y yo retrocedí. No valía la pena entrar en explicaciones, porque si algo sé es que el Paraíso no se recupera; se pinta.

La verdadera historia de Sísifo-René Avilés Fabila

La historia de Sísifo no es como aparece en libros de historia y mitología, poetizada. El hecho de subir un enorme peñasco a una alta cima en el Hades, todos los días durante una larga temporada, casi eterna, le dio al héroe una espléndida fortaleza física, músculos poderosos y en general una fuerza brutal que incluía un enfermizo deseo de vencer a toda costa la adversidad. De tal suerte que un día, aburrido del castigo impuesto por Zeus, tomó la roca entre sus manos y la envió con tal furia al Olimpo que mató de un solo golpe a toda la corte celestial. Se dio media vuelta e inició una nueva vida. La última vez que supieron de él, fue en plena época medieval: trabajaba en un circo como hombre fuerte capaz de soportar grandes pesos. La publicidad lo presentaba como el nuevo Hércules o Sansón redivivo. Estaba más o menos satisfecho; por comodidad se había convertido en cristiano y casado con la mujer barbada. Apenas mantenía el recuerdo de Zeus y había olvidado que se llamaba Sísifo.

Pigmalión: ni rey ni escultor, simple enamorado-René Avilés Fabila

Pigmalión, como es sabido, fue rey de Chipre. Las crónicas de aquella época narran que era un monarca desobligado con los asuntos de Estado. Prefería esculpir. En cuanto lograba deshacerse de las tareas de gobierno (todas llevadas a cabo con un total desgano) corría a su amplio taller y allí trabajaba con entusiasmo. Personas tan distintas como los historiadores y los literatos coincidían en afirmar que la escultura le absorbía todo el tiempo; en consecuencia, el pueblo pagaba la devoción del rey al arte.

El abandono llegó a ser completo cuando Pigmalión, sintiendo que ninguna mujer lo merecía, decidió esculpir una mujer perfecta. Luego de un intenso trabajo de muchos meses, pudo concluirla. La vio, la acarició y se sintió irremisiblemente enamorado de su creación. Esto es más o menos normal entre los artistas, que de pronto se prendan de sus más acabadas obras. Flaubert, por ejemplo, pasaba las noches pensando sexualmente en Emma Bovary y ninguna otra mujer le gustaba y algo parecido lo ocurría León Tolstoi, enamorado perdido como estaba de su Ana Karenina.

Pigmalión cada día le suprimía un pequeño defecto: mejoraba la sonrisa, los senos, el vientre, los muslos, hasta que Galatea (así la llamó) alcanzó, si esto es posible, la perfección.

Pero Galatea era de mármol. Pigmalión entonces acudió a la diosa Afrodita para que la convirtiera en un ser humano. La deidad cumplió con las desesperadas súplicas del rey. Cuando éste llegó al taller, distante del palacio real y de sus obligaciones como gobernante, la escultura había adquirido vida, había dejado la dureza y frialdad de la distinguida piedra para transformarse en suave carne. De inmediato hicieron el amor y unos cuantos días después, Pigmalión contrajo matrimonio con Galatea. Como es obvio, y así ocurre en algunas historias de amor, fueron muy felices, tanto que no se ocuparon de tener hijos.

Pero mientras que la pareja se entregaba a las delicias del sexo, el reino quedaba en ruinas. La miseria se adueñaba de las familias y los ladrones y saqueadores aprovechaban la ausencia de vigilancia y de leyes para apoderarse de los pocos bienes que quedaban. El mismo palacio fue una y otra vez víctima de los pillos. Un verdadero desastre, hasta que Pigamalión y Galatea fueron desterrados a una isla muy pequeña donde siguen siendo muy felices, plenamente enamorados y distantes de Chipre.

viernes, 30 de diciembre de 2016

El otro Pigmalión y la otra Galatea-René Avilés Fabila

Pero hubo otro Pigmalión y otra Galatea, ahora gracias al talento de George Bernard Shaw. Esta vez la eterna historia de los enamorados se ve reflejada en un hombre educado y fino y una florista como tal, humilde e ignorante. La historia fue convertida en obra teatral; escrita en Londres entre 1912 y 1913, ha sido representada siempre con gran éxito. La cinematografía la hizo más célebre aún merced a una versión musical, My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison. El personaje masculino central, Henry Higgins, es un especialista en fonética y el femenino, Eliza Doolitle, una jovencita de terribles acentos arrabaleros y un divertido manejo del caló. Se convierten en maestro y alumna y la modesta vendedora callejera resulta una dama culta y distinguida, capaz de ser inmediatamente incorporada a la más refinada sociedad de su tiempo, la difícil época victoriana de Inglaterra.

Nadie alberga muchas dudas sobre las intenciones de Shaw: ser él mismo el modelo del personaje central, sólo él sería capaz de conseguir el milagro de una metamorfosis incomparable, semejante a la del afamado Pigmalión. Pero hay mucho más: el dramaturgo y ensayista no necesitaría del apoyo de Afrodita, su arte lo conseguiría. Sabemos de la imperiosa necesidad que tienen los artistas en ser arrogantes, su necesidad de elogios y reconocimientos puede ser insaciable y digna de piedad, pues se convierten en dueños de una asombrosa y tal vez irritante vanidad. El propio Shaw dice en Hombre y superhombre: “Mis personajes tienen razón desde sus diferentes puntos de vista y, en el momento dramático, sus puntos de vista son también míos.” Así que no hay duda: Pigmalión es él.

Atento lector de Marx (leyó El Capital en 1882 en la misma sala del Museo Británico en que fue escrita la monumental obra), derivó hacia un socialismo menos dramático (al fin Shaw gustaba de la comedia y consecuentemente tenía un desarrollado sentido del humor), el fabiano. Se sabía un dios y trataba de mejorar la obra de un eventual creador: “Es muy posible que Dios haya creado el mundo en broma. Pero, en ese caso, debemos hacer todo lo que podamos para que, por lo menos, sea una buena broma.” Su ironía desconocía límites, solía satirizar, de modo implacable, al mundo que lo rodeaba, aún así, en 1925, el impetuoso y polémico genio recibió el codiciado Premio Nobel de Literatura. Al morir, luego de una buena vida de éxitos artísticos, como una paradoja de los tiempos difíciles que le correspondieron: el surgimiento y muerte del fascismo, dos pavorosas guerras mundiales, el nacimiento del mundo socialista y los procesos de descolonización, sobre su cabecera estaban las fotografías de Stalin y Gandhi.

Finalmente, la Galatea de Shaw se enamora de su creador o artífice, al contrario de la versión original, ya que su Pigmalión se mantiene ajeno a ella y leal al Edipo que lo ha marcado. El espectador descubre aterrado que ahora podrá ser una dama pero lo es a costa de la infelicidad. La nueva versión es contraria al ideal griego y muy distante del escritor de frecuentes combates con el romanticismo: Eliza-Galatea, al contacto con Henry-Pigmalión, deja de ser un personaje de carne y hueso y se convierte en una lady, lo que implica un elevado grado de deshumanización, es decir, se vuelve estatua de mármol.

Como en muchas obras de George Bernard Shaw, no hay final feliz y sí moralejas o enseñanzas contradictorias; un final ambiguo que el espectador, por fortuna, podrá interpretar de diversas maneras. Con la caída del telón, advertimos que la historia es infinita.

Pero centremos la atención en los modernos Pigmalión y Galatea. Si nos atenemos a lo que vemos en 2006 por todo el mundo, surge la inquietud: ¿será posible la existencia de un hombre o una mujer capaz de convertir el plomo en oro, la manta en seda, la estupidez en inteligencia, la maldad en bondad? Estamos llenos de Galateas (hombres y mujeres), todas llenas de supina ignorancia, cretinismo y absoluto desinterés por la educación y la cultura. Pigmalión tendría que ser no solamente un héroe o un superhombre sino una especie de dios o semidiós con poderes suficientes para llevar a cabo la transformación positiva. Con el inicio del nuevo milenio y la globalización capitalista, ha triunfado la vulgaridad y el desprecio por el talento; hoy sólo admiramos a quienes han hecho fortunas descomunales y -no me cansaré de repetirlo- las grandes riquezas únicamente se consiguen al amparo del poder político y en la deshonestidad. Si la propiedad es un robo, como bien decía Proudhomme, es también un acto de profunda deslealtad a la humanidad, la que se ve más afectada en la eterna contradicción entre quienes todo lo tienen y aquellos que apenas sobreviven o consiguen poco por su trabajo. No olvidemos, ello es importante, que la riqueza es antinatural: nació con la propiedad privada y el Estado, cuando los primeros dos o tres listos de la historia decidieron cercar una extensa propiedad y gritar ¡Esto es mío! ante una desconcertada multitud de comunistas primitivos.

Si el primer Pigmalión centraba como objetivo de su vida el amor y el segundo lo veía como una prueba de poderío intelectual, los de hoy sólo piensan en Galateas que brinden la oportunidad de mejorar la hacienda familiar.

Mirabel-René Avilés Fabila


Mirabel, mi esposa, era bruja, casi estaba seguro y sólo me faltaban algunas pruebas para proceder a matarla, porque los seres malignos son obra de la mano infernal y no producto de Dios. Desde el principio me sentí atraído por la belleza de Mirabel, por su fino cuerpo, su piel aduraznada y sus rasgos perfectos; pero -y he aquí lo sobrenatural- también me atraía algo que no alcancé a definir y que luego descubrí en medio del pánico: un embrujo disuelto en las primeras tazas de café que me obsequió después de conocerla en un baile de disfraces, donde justamente ella vestía como vieja hechicera medieval. Mis sospechas aumentaron cuando noté que no iba con la frecuencia necesaria a la iglesia y que no llevaba consigo ninguna imagen religiosa y sí, a cambio, como collar, un amuleto indígena: un ojo de venado. Nos casamos y yo comencé a perder el apetito y consecuentemente a debilitarme. Todos los guisos de Mirabel me parecían horrendos y los rechazaba pensando que estarían elaborados con huesos humanos, carne de serpiente y de sapos, plantas extrañas y polvos secretos. Ella, al percatarse, intentaba obligarme a comerlos. Pero yo estaba preparado: había leído todo respecto a brujas y espíritus, vi películas de terror y supe de actos tortuosos. Además, sabía cómo debe reaccionar un buen cristiano ante un embrujamiento: con la cruz y la espada.
En las mañanas, al afeitarme, me revisaba la yugular por si Mirabel era vampiro y aprovechando mi pesado dormir bebía mi sangre. No, las cosas iban por otro rumbo. Una noche descubrí que el sueño agobiante y lleno de tremendas pesadillas se debía a que mi esposa arrojaba en la leche una pastilla blanca. En ese instante decidí poner en juego todo mi valor y mi astucia para eliminar el maleficio que me rodeaba y amenazaba con matarme o con algo peor, vender mi alma al diablo. Fingí beber el asqueroso líquido y utilizando un descuido lo tiré en el baño, luego bostecé, y fui al lecho nupcial donde tantas veces malignos deseos me acometieron y poseí salvajemente a la perversa mujer, sin duda impulsada por hierbas afrodisíacas y pecaminosas. Era el momento indicado: llovía, y fuera del ruido del agua había un silencio sepulcral. Cerca de las doce simulé dormir y, como lo esperaba, mi esposa entró, me movió, dijo tres veces mi nombre; al no obtener respuesta, de un pequeño sobre sacó un libro negro: malvados rezos e invocaciones a Satanás y dejó el cuarto. Al poco rato escuché sus pasos en la cocina y percibí aromas muy extraños. Tratando de ser cauto fui a vigilarla de cerca y desde la puerta espié: un dantesco espectáculo se mostraba impúdicamente: Mirabel, con los ojos enrojecidos, trabajaba sobre un caldero. Maldecía, consultaba el libro negro y con un cucharón agitaba el espeso y oscuro líquido. Ahí la prueba definitiva, más no podía exigirse. Ahora sólo tenía que actuar rápido. A estas alturas del siglo imposible enjuiciarla y quemarla viva en leña verde en la plaza principal: yo tendría que ser el juez y verdugo que salvara a la sociedad de un peligro semejante. Hice acopio de valor, pues confieso que el miedo me petrificaba y mis movimientos parecían darse en cámara lenta, desandé el camino, tomé el revólver y volví a la cocina. Grité, ¡muere en nombre de Dios, monstruo malvado!, y disparé toda la carga del cilindro. Un horrible chillido fue todo lo que pude escuchar. Luego permanecí inmóvil ante el cadáver de la bruja tal vez esperando algo insólito, pero nada sucedió. Entraron la policía y los vecinos y yo permanecía en la misma posición: ahora rezaba y daba gracias al cielo por permitirme llevar adelante mi obra.
Fue después, durante el proceso, que supe la verdad. Mirabel no era bruja. Simplemente quería darme una sorpresa al notar que sus guisos no eran de mi agrado: por las noches practicaba la cocina y las pastillas que disolvía en la leche eran polivitaminas con las que deseaba anular mi debilidad. La vez de su muerte tenía los ojos enrojecidos porque en el caldero había demasiados condimentos y el libro negro resultó ser un modesto recetario.
Mi castigo no es la prisión, sino el obsesionante recuerdo de la belleza de Mirabel. Por eso en las noches me oyen gritarle, llamarla, exigir un hechizo que me la regrese. Y luego febrilmente me enfrasco en las posibilidades de encontrarla en el otro mundo si es que ella perdonó mi estupidez y si es que hay otro mundo, porque ahora que mis lecturas son libros científicos, lo dudo.

De sirenas a sirenas-René Avilés Fabila

…Sirenas. Eran éstas unas ninfas del mar que
tenían el poder de hechizar con su canto a todo aquel que lo oía; los desgraciados marineros se sentían rresistiblemente a arrojarse al mar y morían.
Thomas Bulfinch

Por años hemos vivido engañados, qué digo años, por siglos. Todos imaginan a las sirenas como afortunados seres mitad mujer y mitad pez. Yo mismo he llegado a visualizarlas de este modo, aunque en momentos albergué la sospecha de que la naturaleza o las deidades hubieran podido hacer una broma pesada al ponerlas al revés de nuestras creencias: del cuello hacia abajo, hermosos cuerpos femeninos y sobre los hombros cabezas de pez con ojos inexpresivos, repugnantes, fríos, y de esta manera lo escribí.

Estamos equivocados, así no eran las sirenas. No como lo propalaron algunos historiadores y poetas. La historia es cambiante y en nada se parece a una ciencia. Mejor dicho, en palabras del erudito Ángel Ma. Garibay: la antigua religión griega no era dogmática “como sucede con religiones elaboradas a un grado superior. Es natural que el pueblo y aun los sabios modificaran a su placer a veces los datos tradicionales.”

La verdad se ha impuesto, como suele suceder, y la teoría, alimentada por algunas ilustraciones en vasijas, murales y, desde luego en textos clásicos, ahora cobra certeza al encontrar una serie de pruebas irrefutables que nos muestran que las sirenas, a pesar de que vivían en los océanos, estaban formadas por un cuerpo de ave y rostro de mujer, en consecuencia, carecían de aletas y en su lugar tenían alas aunque eran incapaces de volar. Los pingüinos y las gaviotas, por citar dos especies de aves, viven cerca del mar, zambulléndose con frecuencia, encontrando un grato placer dentro de las aguas marinas, sin ser plenamente acuáticas. Según imágenes de la Grecia clásica, las sirenas realmente eran seres repugnantes y sólo un enfermo de zoofilia extrema tendría relaciones sexuales con ellas.

Al parecer, a la lujuria masculina le debemos la imagen de una bella y sensual mujer, de cabellos húmedos y ensortijados, con una cola de pez, sobre una roca, en espera de ilusos. El citado Garibay explica que “se les dio el sentido de seres ávidos de experiencias sexuales que por eso intentan atraer a los marinos y pescadores.” Ha sido, pues, una especie de símbolo sexual, pero, si uno se topara con una de ellas, ¿cómo hacerle el amor?

No quedan precisas las razones por las cuales se originó la confusión, pero no hay en nuestros días un libro o filme que al describir a las sirenas no las ofrezcan como mitad mujer, mitad pez. Quizá se deba a que resulta más atractivo un ser así que una simple ave, parecida a las de corral, indigna de aparecer en una historia con características de epopeya, cuyo rostro es de mujer fea. Es más bien ridículo. Pero así eran o son. En Sicilia, en una costa abandonada, han encontrado no sólo una multitud de pruebas pintadas en muros y representadas en desconcertantes esculturas, sino también restos fosilizados de una sirena: huesos de una especie gallinácea con cráneo femenino. Lo indican asimismo las historias en las paredes de un templo recién excavado por los arqueólogos, su función no era la de encantar y matar marinos: se limitaban a ser extraños personajes de diversión teatral: aparecían en los escenarios helénicos y cantaban ante una audiencia que no dejaba de comentar algo irreverente: Cómo era posible que a aquellos seres pequeños y ridículos, grotescos, Zeus les hubiera dado voces tan hermosas.

Las sirenas nacen de la musa Caliope y el dios-río Aqueloo, extraña unión que las engendró. Si hubo irreflexión e incluso perversidad al darles forma, fueron recompensadas con una voz de inmensa dulzura y musicalidad (heredada de su madre) que fue la perdición de muchos marinos que las escucharon cantar. Prueba de ello es el tormentoso retorno de Ulises a Ítaca y el osado viaje de los argonautas en busca del vellocino de oro. En el primer caso, Ulises se salvó al seguir la recomendación de Circe: su tripulación se puso cera en los oídos para evitar el canto de las sirenas, mientras él, fuertemente sujeto al mástil del barco, podía escucharlas. En el segundo, los argonautas evitaron la muerte porque entre ellos iba Orfeo cuya música era más sonora y hermosa que la de las sirenas.

Es posible que muchas muertes de marinos se deban al choque inesperado con la realidad. Si el hombre que se arroja a las aguas saladas tiene la imagen grabada de una hermosa mujer, de pechos magníficos, qué sucede al encontrar una ridícula y grotesca variedad de gallina, cuyos ojos femeninos coquetean con él: no queda más que morir por la aterradora impresión.

Con el tiempo, la historia -que también tiene una concepción estética que defender-, prefirió la versión que muestra a las sirenas sensuales con cola de pez, cuya belleza cautiva a los hombres y permitió la extinción de esas patéticas gallináceas de fascinante voz.